martes, 10 de marzo de 2009

-No dejes que mamá te olvide -le dijo.

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No había cómo huir. Los días que había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante del otro. Y no sabía cómo mirarlo. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de espaldas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturado, le parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. Con horror descubría que el pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligado a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermano. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí mismo, pensó asustado. Sentíase expulsado porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león, de ojo, de hormiga, de ballena y de perro.